martes, 22 de junio de 2010

Una temporada en el infierno

Jamás la esperanza.

Nada nacerá.

Ciencia y paciencia,

El suplicio es seguro.

Arthur Rimbaud


Los verdaderos infiernos no se saldan con antorchas. Los verdaderos infiernos son de ladrillo y cal.

No hay Carontes ni Cerberos, sino una amplia expectativa, un fulgor de esperanza corrompida tras la entrada. La ventaja de una maldad segura.

Los verdaderos infiernos tienen puerta de metal y nombres antiguos. Pasean las ánimas sus lamentos por el parquet, como si su vida no fuera más que polvo y ceniza esparcida sobre el cesped. Son tristemente misteriosos, y sus figuras atraen y aterran al unísono. Son los fantasmas de nuestras morales.

Sus andrajos nos presentan la carcoma: la penuria del acento incontrolable, de las ansias de un poder absoluto (y completamente maltrecho).
No caben en sí de gozo: hacen del infierno un paraíso de lo insano, de la ausencia, de lo oscuro. No contemplan sentimientos ni presencias. Su destino es ser, por siempre, dueños de la nada: de la inmundicia del no-ser.

Han elegido el infierno, como escogen los atletas sus batallas. Castigan a aquellos que ven ascuas entre las llamas podridas: aquellos cuyo camino continúa y se desmarcan del averno.

Lamentable espectáculo de almas en celo. Retazos de su antiguo yo: caminos de losas duras.

Sobrevivirles es crecer y sulfurarse. Sobrevivirles como Heracles a las hidras. Contener el legado de lo humano entre roces de codicia. Escoger soledad a esclavitud.

Sobrevivirles es escapar del inframundo. Regresar de una guerrilla sin treguas ni fronteras, con la cabeza bien alta y los hombros palpitantes.

Sobrevivirles es saber que se es un héroe.

Conseguir olvidar una temporada en el infierno.