domingo, 9 de noviembre de 2008

Bienvenido, Mr. Autumn

Comentando, comentando, salió el otro día la conversación de la decadencia paulatina de los suplementos culturales, entre ellos Babelia. "Por ejemplo, el ridículo reportaje sobre el otoño que trae hoy". Oleada de tristeza era el título del susodicho. Lo cierto es que no lo había leído, así que (sólo por casualidad) le eché un vistazo. El reportaje en cuestión hablaba de una especie de tendencia a lo depresivo o tristón en las artes en esta temporada otoño-invierno. De una forma bastante somera, se hilaban libros, música o películas para llegar a la conclusión de que el otoño nos incita a la tristeza.
El reportaje, es cierto, era bastante mediocre, pero no le faltaba razón en la conclusión. Biológicamente, el otoño produce estados de tristeza (es lo que se conoce como la depresión de otoño): es causado por la disminución de serotonina, que regula los estados de ánimo y el sueño, y el aumento de melatonina, que produce falta de atención, desmotivación, dificultad para conciliar el sueño y ansias de comer, entre otras cosas. Que los niveles de estas dos hormonas se desequilibren se debe a la disminución de luz solar en nuestras vidas. (Y que se lo digan a una que entra de día en la facultad y sale de noche...). Pero, pensé, no se trata sólo de eso...

El otoño. Esa estación de transición, en peligro de extinción debido al cambio climático, al frío del invierno. Asistimos como sujetos pacientes a la metamorfosis de las hojas de los árboles, hasta su caída, como quien observa el cabello de un padre, llenándose primero de canas para terminar sucubiendo a la fuerza de la gravedad. La cálida temperatura veraniega deja paso a vientos cada vez más fuertes que nos incitan a ponernos jerseys de lana y abrigos de pana, a pesar de que muchos intenten evitarlo el máximo tiempo posible. La pesarosa vuelta al trabajo, al estudio, a la vida. Los pájaros emigran; a muchos nos gustaría poder hacer lo mismo.
Frente al jaleo del verano, a sus gritos y alaridos, el otoño susurra. Vuelve la quietud, el detenimiento, la reflexión. El otoño quiere que lo paseemos, solos y (a poder ser) melancólicos. Que arrastremos los pies por sus alfombras ocres y amarillentas. Que mudemos nuestra piel, que perdamos nuestras plumas, que nos desnudemos ante él y purguemos todo aquello que nos sobra. Es la estación de la renovación. Para bien o para mal.

Sólo una cosa echo de menos en los otoños de Madrid. La lluvia. Llevo amando la lluvia toda mi vida, y ese amor es directamente proporcional al tiempo que pase sin ella. La lluvia. El otoño sin ella se me queda cojo y manco. Y, ay, sin embargo, el viernes subía de la facultad... yo solita, y ya era de noche. En mi mp3 sonaba Ain't no sunshine when she's gone y la sensación térmica era fría. Mi boina hizo que tardase unos segundos en darme cuenta de que estaba chispeando: caían las primeras gotas de lluvia. Continué caminando, a medida que las gotas caían con más fuerza y frecuencia. Se me empapaban las botas. (La canción cambió a Que se llama soledad). Sólo pasaban coches: no había nadie en la cuesta. Y llovía, llovía de verdad. Pisé los primeros charcos, que se iban formando tímidos a la orilla del manto de hojarasca. Miré al cielo y sonreí. Fue como una lluvia purificadora. No quería que acabase la canción, ni el momento. Esos 5 minutos de subida fueron uno de los momentos más nostálgicos y, a su vez, poéticos de mi vida.

(Y, entre vosotros y yo, de pequeña esperaba ansiosa la llegada del otoño para que lloviera, pues sabía que si llovía las gotas de agua camuflarían mis lágrimas y podría llorar sin necesidad de dar ninguna explicación... y, efectivamente, nadie se daba cuenta).
Cosas del otoño.



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