miércoles, 28 de enero de 2009

Dream on

- ¿Cuánto tiempo tenemos? - preguntó él, ansioso.

Pero antes de que ella pudiese siquiera esbozar una contestación, un torrente de conocimiento abordó al chico que, cautivo de la corriente, no pudo más que desaparecer.

Estaba despierta. Jodida, real e irremediablemente despierta. El tacto de lija de unas sábanas demasiado cubiertas de almidón fue el único saludo que recibió. Aguardando la noche como un yonki la primera dosis, se le pasó el día. Entre miradas intransitivas y palabras insignificantes. Viviendo en las carencias.
¿Quién dijo que los sueños eran en blanco y negro? Sus sueños, al menos, se le antojaban mucho más coloridos que eso que muchos denominaban realidad.

No sabía cuánto tiempo pasaría hasta su próximo encuentro. Podría ser aquella misma noche o podrían pasar días, semanas; incluso meses. La impotencia de no poseer certeza alguna la llenaba, sin embargo, de un gran regocijo. ¿Qué importaba? ¿Qué importaba que fuese aquel un mundo donde a los árboles les crecían piernas, los niños volaban y las nubes se solidificaban hasta convertirse en castillos ? El mundo sin rutina y sin sentido; al menos en su acepción más común. El mundo incoherente. El que modelaba la incoherencia de su felicidad.

Porque, se preguntó mientras aquella noche se enfundaba un camisón lila, ¿acaso alguien había probado que aquella, aquella que vivía, fuese verdaderamente la realidad? ¿Quién podría afirmar que aquella otra, la de los árboles peregrinos y los niños voladores, no era la realidad y lo que hasta entonces había considerado cierto nada más que un acertado encadenamiento de pesadillas?
Y, de no haber respuesta alguna, ¿quién le impedía elegirla?

Aquella noche reinaron los abusos de valeriana y los documentales sobre el apareamiento de las langostas octogenarias en Guinea Ecuatorial. Como una tribu africana bailando la danza de la lluvia, empapada en fe y en misticismo, su camisón lila se transformó en la carpa de un circo improvisado que, candente de lujuria, esperaba la llegada del sueño. Porque esta vez era la definitiva. Y esta vez no perdería el tren. Sólo una duda la asaltaba:

¿seguiría su caballero esperándola en la estación?

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