domingo, 12 de abril de 2009

Miami [reminds]

Al final, ¿qué deja cada vivencia más que sentimientos aislados, cuajados casi sin querer en esa mole que configura nuestra memoria?
Por ello, y a pesar de las buenas críticas recibidas por mi "reportaje Lonely Planet" sobre Polonia, no escribiré nada similar acerca de Miami; quizás porque eso se puede encontrar en cualquier guía o, en su defecto, en cualquier sitio cutre en internet; quizás porque mi anfitriona allí volverá en menos de un mes y podrá relatar mucho mejor que yo las peripecias del lugar; quizás porque aún el jet lag me hipnotiza y no sé si seré capaz de terminar la entrada sin que me entre una modorra más propia de mosca tsé tsé que de otra cosa.

Coches. Ese es el primer recuerdo. Coches y carreteras. Un sitio sin sitio; una ciudad sin ciudad. Un lugar donde todo se encuentra excluido, unido (puede) por el sentimiento común de pertenecer a Miami, quizás por los Starbucks en cada esquina. Pero es imposible desplazarse sin coches, y los habitantes de Miami lo saben. Es extraño encontrar una carretera de menos de dos carriles, y el dar un paseo por placer se convierte en dar una vuelta en el coche. Pocas calles forman parte del "Downtown" donde sí se puede caminar, como por cualquier ciudad europea, recorriendo las aceras y admirando la belleza (o fealdad) del sitio en cuestión.

Playa. El segundo recuerdo, aunque quizás debería ser el primero. Si algo caracteriza a Florida son sus playas paradisíacas, infestadas de un aire caribeño que las hace todavía más proclives a ser la típica foto de postal. Playas que se alargan kilómetros y kilómetros alejándose de su lugar de origen, y teniendo como constante nada más y nada menos que unas aguas de un azul más intenso que el cielo. Es común, además, encontrar un faro en cada playa, lo cual la convierte en algo mágico, bohemio, propio de cuentos de hadas y robinsones apátridas. Las playas de los Cayos no tienen nombre. Son lo más parecido al Paraíso (tal y como lo pintan) que he conocido nunca. Mas no creo que las cambiase por un paseo a la luz de la luna con los pies descalzos sobre South Beach, con toda la calma de la noche, observando como, a sólo unos metros, los clubs y discotecas se rinden al poder de mi próximo recuerdo.

Jarana. No la viví muy intensamente, seamos sinceros, pero se respira en cada pedazo de Miami. ES Miami. Los looks de las chicas y los gestos de los chicos no dan pie a otras interpretaciones: Miami es sexo, alcohol y desmadre. La música intensa (normalmente hip hop o reggaeton) y las luces de neón acompañan cada paseo, sea donde sea, y prácticamente a cualquier hora. Los coches se lucen junto a personajillos propios de The fast and the furious, y los latinos sacan sus colmillos durante la noche miameña, cuando los famosos rascacielos cierran sus puertas y la ciudad abre las suyas a un nuevo ambiente, a la locura y el descontrol.

Opulencia. Quizás esa palabreja podría resumirlo todo. Al final todo es un juego de muestra, una representación de cara al público que quizás debería contrastar en próximos viajes a EEUU para cerciorarme de si es una característica yanki o sólamente de Miami. Creo, realmente, que es lo primero pero que se ve agravado por lo segundo. Todo resulta una pasarela en la que la gente enseña su riqueza, sus posesiones, su magnificencia. Desde los espectaculares coches, hasta la ropa de marca y las joyas más escandalosas. El lugar de encuentro en Miami son los malls (centros comerciales). Hay uno cada dos pasos. En ellos se concentran los restaurantes de moda y las tiendas más lujosas, junto con alguna otra un poco más asequible; perfumerías, joyerías y tiendas de productos exclusivos, sean los que sean. No cierran hasta muy tarde y abren domingos y festivos. Nada sería lo mismo sin ellos. Sin el consumismo, que llega a ser obsesivo, y convierte la valía de una persona en una fórmula matemática tan simple como la suma de sus posesiones multiplicada o dividida (en cada caso) por dos dependiendo de su apariencia física. Los coches, las playas y la fiesta. Todo forma parte de esa interpretación constante, de esa manifestación de poder que se concentra en cada esquina. Sólo las palmeras, ajenas a todo esperpento, discurren tranquilas por el devenir de las horas de sol y brisa, observando desde lejos y riéndose del culebrón mientras acarician las arenas aterciopeladas.
Arancha Rodríguez fue en Miami una palmera.

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