miércoles, 28 de octubre de 2009

El fin del mundo

A veces, todo parece aniquilarse; estallar en pequeños pedazos de cristal fino que, sin piedad, arañan y desgarran los corazones que encuentran a su paso. A veces, donde nada cesa y todo se interrumpe, logro sentirme fuera del lecho de la humanidad, fuera de las vísceras mecánicas de ese camino precocinado que damos en llamar destino, cuando él mismo me vuelve sus fauces y entona rugidos y llantos que me hacen perder la calma.

Es difícil mantenerse fiel a la corriente cuando parece que todo languidece.

La eternidad, fugitiva, ruega a alguien que le haga caso, mientras las miradas de los transeúntes se encierran en su propia oscuridad. De veras, el silencio, las nubes, parece que todo se acaba, que nada está ordenado, que ya perderse es inevitable. La muchedumbre inquieta y sudorosa atiende a mis lágrimas mientras me esfuerzo por creer que eso es sólo un momento pasajero, algo insólito y probablemente insignificante.

Pero las horas pasan. El rosa pálido del cielo se torna azul gélido, como mis vértebras, y ya me da igual llorar en la puerta de una estación, que me pisen los niños y las ancianas apresuradas; vivo en mi burbuja que de repente me muestra una realidad melancólica y opaca sin muchos tintes de cambio.

Las estrellas palpitan; quizás son la única luz en esa sinfonía de temores y sombra y mucho mucho llanto. Qué le vamos a hacer si hoy ha sido un mal día. Tengo todas las razones para pensar que tras una buena noche de sueño todo pasará y el sol me devolverá las ganas de respirar.

Pero todo se desvanece. Y esos pedacitos de cristal se me clavan como puños de metal ácido. La fachada se derrumba, sólo soy yo y mi circunstancia: yo contra esta circunstancia mía sin sentido y sin serenidad que me obliga a recorrer Madrid entre jadeos y ojos empañados. Realmente, parece que todo muere. Todo está agonizando a mi alrededor.

Y habrá que esperar a mañana para saber si un rayito de luz volverá a iluminar las baldosas, si la ciudad y yo resucitaremos al unísono y se olvidarán los llantos en las estaciones y los dolores prematuros. Habrá que esperar a mañana para saber si el frío no lo es tanto y los puñales eran caricias mal interpretadas. Habrá que esperar a mañana porque quizás sólo fue un mal día.

O quizás es verdad, y esto era el fin del mundo.

jueves, 15 de octubre de 2009

Electricidad (las balsas de aceite no ganan batallas)

Escandaloso
fuego de tu mística:
las cenizas de mi reino.
Cuántas brétemas y ráfagas
de incógnita.
Cuántos sonidos que
prefieren no ser hablados.

Dulces
comisuras de tu frío:
los alisios de mi proa.
Cuántas veces los labios
se han mordido la culpa.
Cuánto miedo y cuánta
pena e insomnio.

una inválida.

Cuánta espera.

Mas

si no cantaran las rapaces sus
chillidos de amenaza.
Si no peligrara el timón y
escociera la llanura.

Quizás no agotarían las llamas
nuestros pulsos; quizás
la inutilidad del vacío.


Y

prefiero

tu cuerpo

un momento

la lucha.

viernes, 9 de octubre de 2009

Capítulo 1

Auscultando la pestilencia de sus deshechos se hacía posible adivinar restos de whisky de malta, un par de camisas mugrientas y aparentemente, sudadas desde hacía días, naranjas podridas sobre la repisa de la ventana (procedentes de aquella vez en la que había decidido firmemente que tomaría vitamina C) y un recuerdo, el recuerdo de su sombra en el espejo del armario bañado en la impotencia y la soledad de la masturbación entre sábanas frías.

Ahogado por su propia existencia, decidió poner fin al encierro en aquella ratonera casi acogedora que en ocasiones llamaba hogar. Decidió salir, salir a beber del aire contaminado de una ciudad demasiado inmune a las personas; demasiado proclive a los autómatas. La calle, sus chicles pegados a las baldosas de color gris marengo, los chillidos de los niños recién salidos del colegio y la neblina espesa que amenazaba con reducir todavía más su visión, consiguieron, sin embargo, despertarle.

Había algo en aquella rutina sórdida, en aquel devenir de hogueras alimentadas de sueños, que resultaba entrañable. Como una pálida mañana de Navidad rodeada de miseria y desperdicio, pero mañana de Navidad a fin de cuentas. Su mudo respeto conversaba con la ciudad a gritos, ofreciéndole sus minutos de gloria, aquellos en los que su relación con el resto de la raza humana trascendía las meras ilusiones y se traducía en roces en el autobús, miradas de soslayo en la carnicería, secos saludos en el estanco.

En ocasiones, como aquella tarde húmeda, porque eso era lo que era, húmeda, se imaginaba viviendo así por siempre y ni siquiera le producía pavor. Cinéfilo como era y ávido de conocimiento, podría pasar el resto de sus vidas entre libros y películas, durmiendo muchas horas y bebiendo si por algún motivo no lo conseguía. La escasez de ingresos haría su experiencia más emocionante, y los frecuentes paseos, como aquel mismo, endulzarían su día a día con toques de realidad. Incluso podría escribir una novela con algo de tesón y esfuerzo diario.

Su pensamiento, a pesar de todo, acabó en ella. Su figura curvilínea tras el tocador y los tres besos de cada despertar. Dulces mieles de todos los días con el perfume que nunca reconoció hasta que se fue; las distintas tonalidades de rojo de su carmín; esporádicas estampas de sonrisas almibaradas.

La calle enmudeció entre su gris.
Otra vez la misma sensación.
Desengáñate, estúpido. Esto no es vida.