jueves, 26 de marzo de 2009

Jueves 26, 10 a.m.

Mientras miraba por la ventanilla trasera del coche, sus dientes saqueaban restos de un antiguo chupa chups. Por mucho que lo intentara, nunca era capaz de aguantar más de un minuto sin morderlo. A pesar de que, tan sólo un instante después de que su mandíbula se precipitara sobre el duro caramelo rojizo, sentía impulso de cerrar los ojos y doblar las rodillas. La dentadura le castañeaba. Y, además, ni siquiera disponía de un tiempo para disfrutar el placer de un sabor dulzón enredándose en sus papilas gustativas. Quizás era esa impaciencia - se decía - lo que contribuía a que jamás ocurriera nada digno de mención. Nada.
El tiempo parecía no correr mientras en la radio sonaba una canción que bien podría ser de Michael Jackson en su época de color castaño. Esperando en el coche, como una pasajera inesperada, sintióse de repente enjaulada entre cuatro ruedas y unas cuantas chapas de metal. Abrió la ventanilla para sentir el aire fresco sobre los cristales de las gafas, pero en ese mismo momento un hombre de mediana edad cruzaba el paso de cebra situado a su izquierda fumando impasiblemente un cigarrillo que se coló por sus orificios nasales componiendo una sinfonía de olores y sabores chupa-chup-nicotinense que no terminó de agradarle.
Y, sin embargo, la sentía tan suya...

Su cabeza daba vueltas entre las carpetas donde se encontraban archivados los recuerdos. Como un niño antes de un examen, los hojeaba nerviosa y taciturna a partes iguales en busca de aquello que, sabía, no iba a encontrar. Una explosión. Un corte. Un algo que hubiese hecho que su vida diese un vuelco, un giro inesperado. Un buen diálogo de un judío hollywoodiense que habría ganado algún que otro premio en el festival de Cannes. Y, a pesar de todo, no encontró más que polvo y unas cuantas pelusas que, agazapadas tras las montañas de memorias, confirmaban la certeza de su mediocridad.
El tiempo parecía entretenerse en pasar por su existencia como quien pasa por los aeropuertos, apoyando el pie sólo para dar un brinco y colarse en su verdadero objetivo: una vida intensa a la que añadir excitación con su presencia exasperante. Ella, a pesar de todo, a pesar de sus veintitres años y el flequillo que se esforzaba por crecer quince centímetros cada tres semanas, se sentía un sujeto pasivo en un juego de rol en el que el master se había olvidado de darle un papel. Sabía que el tiempo pasaba porque veía al sol ponerse cada atardecer y porque aquel estupendo reloj suizo se encargaba de recordárselo cada hora con un pitido. Pero hoy podría ser perfectamente ayer, o el anterior, o el anterior...

Sólo algo lo diferenciaba. Mientras esperaba en el coche, mordisqueando aquellos restos vermellones que, algún día, provocarían una manada de caries, no se percató del aura que recorría sus puntos cardinales, del especial resplandor que el panadero aquella mañana, había enfatizado con una sonrisa de oreja a oreja mientras le entregaba su baggete integral. No se percató de la repentina felicidad que, el perro de la casa de enfrente, pareció demostrar a su paso, en lugar de los típicos gruñidos a los que casi estaba acostumbrada; tampoco de la amabilidad con la que todos los semáforos de su camino se habían tornado verdes a su encuentro. No se percató de nada. Porque hoy sólo era un día normal. Una costurera remendaba trapos en el pequeño local de unas galerías de barrio, mientras su vista, cansada, hacía un esfuerzo por no dejar de funcionar. El cartero llevaba su séptimo portal del día, con una devolución y tres cartas certificadas, y quedaban todavía seis horas hasta que pudiera descansar de sus quehaceres. La maestra, desorientada, ordenaba a una alumna ir a por tizas, mientras una batalla campal se extendía por los pupitres de 2º C.
Todo parecía en orden.

Pero hoy el universo conspiraba a su favor.

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