En las últimas semanas dos violaciones cometidas por pandillas de menores en las provincias de Córdoba y Huelva han conmocionado al país. La reacción no se ha hecho esperar, y la opinión pública reabre un debate no ajeno a los grupos políticos que plantea el cambio en la legislación del menor. El Partido Popular, por su parte, se suma a la marcha de los que abanderan el cambio, esgrimiendo como argumento los terribles hechos acontecidos durante estos días.
Hace unos meses, a raíz del caso de Marta del Castillo, se abrió el debate acerca de la cadena perpetua. Y es que no se puede esperar que la gente no reaccione así, menos aún la gente próxima a las víctimas, pero el derecho es una ley superior que refleja una justicia (supuestamente) objetiva, y que debe mantenerse al margen de inestabilidades emocionales ya que, con la regla del “por si acaso” probablemente existiría todavía la pena de muerte. No se puede pretender cambiar la ley cada vez que se produce un suceso criminal de esta envergadura, por mucha conmoción que ésta produzca.
El pasado lunes, el ministro de educación, Ángel Gabilondo, expresaba su pesar por estas acciones y declaraba que la responsabilidad es compartida: no sólo de las familias y los propios individuos, sino también de la educación y la propia sociedad. Estas declaraciones, discutidas por muchos, no expresan más que el propio sistema a seguir en este tipo de casos: no encarcelar a menores de 12 y 13 años; tampoco, desde luego, dejarlos marchar impunemente a sus casas después de llevar a cabo un delito tan grave como una violación, sino tomar medidas socioeducativas e internarlos en centros de menores, regidos por profesionales en la materia cuya formación es la adecuada para reinsertar a estos chicos en la sociedad.
Y es que, de lo mismo que adolecen las instituciones penitenciarias, adolecen los centros del menor de nuestro país: son pocos y las medidas a tomar son insuficientes. En un período tan frágil e inestable como la pubertad, no se puede esperar que unos chicos aprendan la lección a base de castigos estilo “perro de Paulov”; contrariamente a esto, con este sistema probablemente se crearían monstruos: jóvenes cínicos y desencantados de la sociedad que, creciendo bajo ojos suspicaces, nunca entenderían por qué sus actos son malos y se sentirían más víctimas que verdugos.
El planteamiento es, pues, incorrecto. No se debe plantear el cambio en la Ley, sino la mejora de las instituciones que han de llevarla a cabo. El gobierno no debe caer en el populismo y la demagogia, muy a pesar de sus posibles intereses políticos y de la presión de una oposición más preocupada de espantar las piedras de su tejado que de otra cosa. Porque, aunque a veces se nos olvide, para eso están la política y las instituciones públicas. Para no dejarnos llevar por la irreflexión y la emotividad, sino por la racionalidad. Porque se han cometido dos actos repugnantes de forma consecutiva, cierto, pero eso no convierte a cada joven en un potencial violador. Y tampoco debería convertir a España en un país cuya legislación recuerde a un anuncio de Actimel.

"Actimel: la mejor defensa es un buen ataque"