Este blog se cierra temporalmente para descanso mental de su autora (y en espera de que a la inspiración se le vuelva a ocurrir pasar por aquí).
Mientras tanto, ¡que les vaya bonito!
CARTA ABIERTA 3.0
Hace 8 años
Los verdaderos infiernos no se saldan con antorchas. Los verdaderos infiernos son de ladrillo y cal.
No hay Carontes ni Cerberos, sino una amplia expectativa, un fulgor de esperanza corrompida tras la entrada. La ventaja de una maldad segura.
Los verdaderos infiernos tienen puerta de metal y nombres antiguos. Pasean las ánimas sus lamentos por el parquet, como si su vida no fuera más que polvo y ceniza esparcida sobre el cesped. Son tristemente misteriosos, y sus figuras atraen y aterran al unísono. Son los fantasmas de nuestras morales.
Sus andrajos nos presentan la carcoma: la penuria del acento incontrolable, de las ansias de un poder absoluto (y completamente maltrecho).
No caben en sí de gozo: hacen del infierno un paraíso de lo insano, de la ausencia, de lo oscuro. No contemplan sentimientos ni presencias. Su destino es ser, por siempre, dueños de la nada: de la inmundicia del no-ser.
Han elegido el infierno, como escogen los atletas sus batallas. Castigan a aquellos que ven ascuas entre las llamas podridas: aquellos cuyo camino continúa y se desmarcan del averno.
Lamentable espectáculo de almas en celo. Retazos de su antiguo yo: caminos de losas duras.
Sobrevivirles es crecer y sulfurarse. Sobrevivirles como Heracles a las hidras. Contener el legado de lo humano entre roces de codicia. Escoger soledad a esclavitud.
Sobrevivirles es escapar del inframundo. Regresar de una guerrilla sin treguas ni fronteras, con la cabeza bien alta y los hombros palpitantes.
Sobrevivirles es saber que se es un héroe.
Conseguir olvidar una temporada en el infierno.